La cultura independiente se caracteriza por vincularse a lo
local, lo territorial y lo participativo en mayor medida que la “otra” cultura,
que se preocupa más por los asuntos de marca o finalidad. La cultura
independiente se afirma diferencialmente frente a lo público y lo privado.
Tanto frente a las instituciones culturales —públicas y privadas— como a las
empresas culturales. Ni tiene vocación instituyente, ni empresarial. La cultura
independiente antepone criterios de calidad y compromiso por encima de la
rentabilidad mercantil. Es procesual y no finalista. Y los que la practican lo
hacen sobre todo por vocación, por elección, porque quieren y porque lo toman
como su proyecto vital.
La cultura independiente crea, produce y autogestiona una
oferta cultural propia, desde estructuras formales o informales —generalmente
colectivas y sin ánimo de lucro—, actuando con profesionalidad, sentido cívico
y vocación social. Desde la profesionalidad, funcionan como empresas, en cuanto
a la dedicación laboral de sus sujetos. A diferencia de las entidades
asociativas extra-laborales, de “voluntariado a tiempo libre”, en las entidades
de cultura independiente no hay voluntarios, hay profesionales “a cuenta
propia” desarrollando su trabajo. Hacen una cultura muy profesionalizada y poco
mercantilizada. Se comportan más como artistas que como gestores. O bien convierten la gestión
en una “pieza artística”, por lo que es más preciso denominarlos “creadores
culturales”. En su proceder se diferencian de los perfiles tradicionales de
promotores, gestores o empresarios del sector cultural.
¡Son diferentes y
existen!
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